Tour de force interpretativo
Andrew Nieman (Miles Teller) es un joven batería que se unirá a las poco heterodoxas clases musicales de Terence Fletcher (J.K. Simmons). Así, «Whiplash» es la historia de dos personajes consumidos por sus obsesiones. Uno quiere convertirse en el mejor batería del momento, alguien del que la gente se acuerde para siempre; y el otro quiere descubrir a un futuro genio, el nuevo Charlie Parker, tal como indica el propio Fletcher. Ante esto se produce un duelo de egos y obsesiones. Dos titanes enfrentados en una lucha autodestructiva sin final feliz a la vista. Las metas que se ponen los dos personajes resultan inalcanzables, no por imposibles, si no por las altas expectativas que se autoimponen.
El discurso de Fletcher sobre porque hace lo que hace guarda algo de verdad en el sentido que vivimos en un mundo cada vez más costumbrista, donde sobresalir como un genio verdadero a la altura de Mozart o del susodicho Charlie Parker en un ámbito cada vez menos importante para la sociedad como es, en general, el arte, y ya ni digamos, la música, es una tarea prácticamente irrealizable. Andrew Neiman no se conforma con ser un simple currante de la música, quiere ser el mejor. Así, el único modo de conseguirlo será a través de una absoluta dedicación a la batería. De este modo, partiendo de una premisa tan simple como el alcanzar el mayor grado de perfección, se desarrolla esta devastadora historia sobre el precio de conseguir superar los límites humanos.
Un final apoteósico
La película culmina en un final apoteósico. Es cine en estado puro. La música jazz y la imagen cogen las riendas de la narración junto con unas increíbles actuaciones que hacen innecesario articular una sola palabra. Miles Teller y J.K. Simmons llenan la pantalla con una sinergia tan perfecta como los sueños que persiguen sus personajes. Son unos personajes extremos que ni tan solo buscan gustar al espectador, existen solamente para cumplir sus sueños y retarse mutuamente. Teller aguanta el pulso como un autentico veterano y se entrega totalmente a un papel tramposamente tímido al principio, pero asocial en su interior, que se crecerá junto con su música. Simmons, por su parte, brilla como el maquiavélico profesor que exprimirá a Andrew hasta su última gota de sangre y sudor.
Aunque el jazz es solamente la excusa de «Whiplash» para contar la historia, el género musical cobra importancia dando sentido a la forma con la que Damien Chazelle cuenta su inquietud. La puesta en escena queda en segundo lugar cuando empieza la música. Ésta marca el tempo de montaje mientras la cámara se centra siempre en lo que tiene que enseñar: a veces los platos de la batería, otras los rostros sufridos de Andrew, o la ira de Fletcher.
Amor hacia el jazz
A veces el director saca la cámara del trípode para seguir la acción a cámara en mano. En esas ocasiones es quizás donde visualmente pierde fuelle. Por todo lo demás, la cámara va de lo frenético a lo caótico, pasando por lo harmonioso. Lo mismo se puede decir del montaje, editada siempre a ritmo de las canciones. Dicho esto, no llega nunca a confundir al espectador por muy frenético que se vuelva el ritmo. Resulta laboriosa y brillante la selección musical con la que trabaja Justin Hurwitz, compositor de la banda sonora, entre las que cabe destacar «Caravan» y «Whiplash«, canción que da nombre a la película.
El único pero que se le puede encontrar a «Whiplash» es una cierta redundancia en cuanto a sus intenciones y unos diálogos que a veces rayan lo banal en su búsqueda de retratar las obsesiones de sus personajes. Chazelle sabe lo que quiere y pone sus piezas a cada sitio para hacernos sentir odio hacia Fletcher, lastima hacia Neiman, amor imperecedero por el jazz, una crítica extrema y realista a nuestra sociedad, y una historia genial que incluso puede que te deje el cuerpo en mal estado. Sin embargo es del dúo protagonista de lo que más te acuerdas al terminar la película y de la duda de si los fines siempre justifican los medios.