Saltar al contenido

¡Qué verde era mi valle! (John Ford, 1941) | Crítica

27/04/2024
Qué verde era mi valle imagen destacada

Recuerdos del ayer

Si hay películas con títulos evocadores, “¡Qué verde era mi valle!” sin duda es una de ellas.  El título por sí solo transmite una pasión nostálgica, evocadora de un pasado idealizado, casi de cuento de hadas. No por casualidad la película tiene una narración en off de su protagonista, ya de adulto, relatando algunos acontecimientos importantes de su niñez en la aldea donde vive junto a su familia. Con estas bases, John Ford desarrolla un título seguramente más personal de lo habitual, alejándose por el camino de las grandes planicies norteamericanas en sus westerns más populares… Pero no por eso mejores que el título que nos trae entre manos.

En cierto modo, la propuesta es un regreso a las raíces del cineasta, pues su familia es irlandesa. La acción se desarrolla en Gales, Gran Bretaña. Describe la vida cotidiana de un pueblo minero antes de la crisis de la industria entre finales del siglo XIX y principios del XX. Todo ello es narrado bajo el punto de vista de Huw (Roddy McDowall), el hijo pequeño de la casa –Irving Pichel pone voz en la narración en off ya de adulto-. El resto de familia lo conforma el padre, Gwilym (Donald Crisp); la madre, Beth (Sara Allgood); y sus múltiples hermanos mayores: Owen (James Monks), Gwilym Jr (Evan S. Evans), Ianto (John Loder), Ivor (Patric Knowles) y la hermana mayor Angharad, a quien da vida Maureen O’Hara. Por su parte, Walter Pidgeon da vida a Gruffydd, el pastor de la aldea.

Roddy McDowall es Huw en Que verde era mi valle
Roddy McDowall es Huw en ¡Qué verde era mi valle!

Un cuento de hadas

Es posible que el interés principal de “¡Qué verde era mi valle!” sea rendir homenaje a los lazos familiares y observar sus complejas relaciones de dominación, respeto y amor. La familia Morgan, moldeada a modo tradicional, es vista a través de los ojos de su joven hijo Huw. Esta ternura permite que la película se asemeje más a un recuerdo infantil romantizado que a una reconstrucción histórica. La película es más un cuento de hadas y un relato bíblico que un panfleto social, aunque Ford acuse (en parte) a dos instituciones de los problemas que van surgiendo a lo largo de la narración: la iglesia y la escuela. Retrata a ambas como enfermas y mal adaptadas a la sociedad moderna.

A través de dos personajes secundarios, el diácono y la maestra de escuela, a los que apenas se ven, Ford oscurece un paradisíaco cuadro verde, ya parcialmente empañado por el humo negro de las fábricas mineras, presente en el fondo de la imagen de casi todos los planos exteriores. Reconstruido en el estudio, el pueblo tiene una geometría y una arquitectura bien pensadas. Se apilan -o escalonan- las viviendas en torno a una misma calle central, que conduce al punto más alto: la fábrica. La fuente económica que alimenta este valle como un río. Atención al efecto visual producido: al principio de la película, una marea de trabajadores desciende alegremente sobre el pueblo, antes de ver como las consecuencias económicas de la Depresión provoca una continuada disminución de la masa.

Fotograma de la familia Morgan
Fotograma de la familia Morgan

Cosas de casa

La narración sigue a la familia Morgan a través de una serie de acontecimientos de lo más banales (nacimientos, bodas, muertes, hijos que crecen y se van…). Con ello Ford consigue dar cuerpo a los personajes y compartir con el espectador sus penas y sus alegrías. Todo ello envuelto en una melancolía presente desde el principio, con el recurso de los flashbacks y de la voz en off. Cuando toca presentar los espacios, el director sitúa la cámara en el interior de su casa. Evitando sutilmente «documentar» las tareas cotidianas, hace hincapié en el intercambio y la solidaridad entre los miembros de la familia. El baño se convierte en la ocasión para una broma sobre el padre. La comida en un momento de intercambio colectivo. El espectador convive con la familia Morgan, que se convierte en paradigma de la conciencia colectiva del pueblo.

Así, Ford presenta a sus protagonistas a través de puertas y ventanas entreabiertas, como si quisiera penetrar en su intimidad. La familia Morgan, atrapada entre la agitación y el progreso, es llevada por el amor de la madre, Beth. Un personaje de una fuerza y un carácter asombrosos. Por otra parte, Gwilym simboliza el respeto por la tradición y la estabilidad. Momentos como las comidas y las cenas son presentados como momentos sagrados de unión familiar. Levantarse de la mesa antes de tiempo, como sucede en algún punto de la narración, es algo parecido a una blasfemia… Y, todavía peor, una decepción para el padre de la familia. Es aquí donde se subraya el vínculo entre Gwilym y Huw, al ser el único que permanece en la mesa por puro afecto hacia su padre.

Fotograma de Que verde era mi valle
Fotograma de Que verde era mi valle

Una fe fracturada

La mentalidad tradicional de Gwilym y de Beth también forman parte de la defensa de la creencia religiosa. En esta familia, se bendice la comida. El domingo es un día de celebración. Dentro del pueblo, se podría pensar que el pastor Gruffydd también simboliza el sacerdocio más convencional. Sin embargo, su amor por Angharad y sus conversaciones con Huw le confieren un papel diferente. En momentos de sufrimiento, no ofrece al pequeño Morgan la Biblia, sino “La isla del tesoro”.

La profunda imparcialidad e integridad de su carácter le otorgan un lugar importante en la historia. Antiguo minero, Gruffydd es a la vez juez y parte integrante de los habitantes de la aldea. Es posible que en “¡Qué verde era mi valle!” se presente una reflexión sobre una moral por encima del marco de la fe. En una aldea fracturada por los estragos del momento, Ford parece querer posicionarse hacia una conciencia religiosa más colectiva que individual.

La dimensión trágica del relato no procede únicamente de las condiciones de vida de la historia -la pobreza, el drama de los accidentes- o de la crisis económica -la caída de los salarios-, sino de una visión relativamente pesimista de la conciencia colectiva. Esta negación de la creencia en la capacidad de una comunidad (ya sea familiar o religiosa) para generar valores intangibles constituye un paradigma crepuscular en vísperas de grandes convulsiones. Al fin y al cabo, la Segunda Guerra Mundial ya había estallado al estrenarse esta película.

Maureen O’Hara (Angharad Morgan) y Walter Pidgeon (el pastor Gruffydd)
Maureen O’Hara (Angharad Morgan) y Walter Pidgeon (el pastor Gruffydd)

Obra cumbre de John Ford

En “¡Qué verde era mi valle!” Ford se sirve de una estructura de guión clásica y de un gusto por el detalle puramente cinematográfico, para cargar los planos de emoción. El director de “Centauros del desierto” (1956) nunca deja de detenerse en las imágenes. De ahí procede, sin duda, la verdadera emoción que embarga al espectador: el cineasta se cree lo que captura con la cámara. No se distancia de un tema que huele a melodrama. No hay guiños, no hay juicios prepotentes, la película vive y respira junto a los personajes.

Como es habitual en su filmografía, Ford presenta un gran interés hacia el aspecto puramente humano. Más allá de las grandes causas o acontecimientos vitales, el corazón de “¡Qué verde era mi valle!” reside en la capacidad de maravilla de un niño pequeño, encantado de su vida en la aldea. Ford filma con atención los detalles más pequeños. Ya sean los rostros, o los actos rituales donde se magnífica la condición humana de los aldeanos. Todo ello da a la película una autenticidad irrepetible e hipnotizante. Como también sucedería en otra de las grandes películas de su director: “El hombre tranquilo” (1952).

Durante el tramo final del metraje se hace eco de las imágenes idílicas del principio. Se sugiere que los recuerdos son presencias reales que forman un tiempo cíclico, siempre presente en la mente del ser humano. Esta es la belleza pura, sin maniqueísmos de ningún tipo, de una película que, si bien puede pecar de naif, sigue teniendo demasiados momentos estelares como para no ser considerada nada menos que una cumbre más en la filmografía de un cineasta llena de cumbres.