Todd Haynes
La película “Wonderstruck: El museo de las maravillas” reúne a dos creadores de sensibilidades tan distintas como son el escritor Brian Selznick, quien en esta historia se demuestra cómo alguien deudor de la ingenuidad y sentido de la maravilla infantil de Dickens, y el cineasta Todd Haynes, cuya filmografía ha destacado hasta ahora por un tipo de cine más intelectual, mucho menos inocente, y hasta cierto punto provocativo.
Sin ir más lejos, en 2011 el escritor vio adaptada al cine otras de sus obras, “La invención de Hugo”, a manos de un director igualmente diferente: Martin Scorcese. La diferencia ahora radica en que, si bien el film de Scorcese fallaba precisamente por no haber sabido encontrar el tono adecuado para narrar la historia, Haynes no solamente consigue cambiar de registro con éxito, sino que lo hace llevando la historia hacia su propio territorio.
Inocencia y realismo mágico
La narración sigue a dos personajes diferentes en dos momentos históricos distintos. Uno es en 1927, cuando la pequeña Rose (Millicent Simmonds) se embarca sola hacia Nueva York en busca de su ídolo; y en el otro en 1977 el igualmente joven Ben (Oakes Fegley) hará lo mismo pero para encontrar a su padre. Ambos personajes se hubieran cruzado de haber tenido lugar en el mismo momento, pues recorren las mismas calles y los mismos lugares. Además comparten los mismos sueños y frustraciones.
Puede resultar redundante subrayar la inocencia y sentido de la maravilla de una película protagonizada por dos niños en busca de sus sueños. En “Wonderstruck: El museo de las maravillas” apenas hay sitio para la lógica. Cuando empezamos a ver la película nos adentramos en un universo aparentemente moldeado por las despreocupaciones propias de la niñez y su característica confianza ingenua, más o menos acertada. Es fácil referenciar a un escritor como Dickens cuando se tratan este tipo de temas, dado que se trata de la gran referencia gracias especialmente a su “Oliver Twist” (1838) y, en menor medida –en este caso-, a otras obras como “Grandes esperanzas” (1860) o “La pequeña Dorrit” (1855).
Adaptando a Biran Selznick
Además, repitiendo concepto de “La invención de Hugo”, Selznick se confirma como un escritor enamorado de la tan cacareada “magia del cine”. Es el portal que nos transporta a otros mundos y, durante unas horas, nos hacen vivir grandes experiencias. Esa afinidad hacia el séptimo arte se reflejaba en la película de Scorcese con la aparición de George Méliès, figura clave de la historia del cine. Aquí lo hace enmarcando la narración en dos años imprescindibles para entender el devenir del medio cinematográfico: 1927, cuando se estrenó “El cantor de Jazz” (Alan Crosland), y 1977, el año de “La guerra de las galaxias” (George Lucas).
En las antípodas podemos encontrar las historias narradas por Haynes: “Velvet Goldmine” (1998), “Lejos del cielo” (2002), “I’m Not There” (2002) o “Carol” (2016). De unas características más sobrias, intelectuales, dramáticas… Pero todas ellas protagonizadas por personajes solitarios, marginados o percibidos como “diferentes”. Y es aquí donde podemos encontrar el principal punto de comunión entre “El museo de las maravillas” y el resto de filmografía del director.
Niños separados por el tiempo
Tanto Ben como Rose son dos niños que se sienten desplazados dentro de su entorno más próximo. Ello les empuja a dar el paso y dejar sus hogares para ir a buscar aquellas personas que consideran les ayudarán a encontrar su sitio en el mundo. Con esto se encontraran con algunas situaciones que les harán replantarse sus fundamentos, tal como piden estas historias de descubrimiento y crecimiento. Todo esto subrayado por la idea mencionada antes: una historia donde la emoción infantil está por encima de toda lógica racional. Se trata de una búsqueda de ese realismo mágico que aquí funciona bien a pesar de estar a punto de fallar.
Considerando esto, uno de los factores fundamentales para el éxito de la película era encontrar a los actores adecuados para los dos personajes. Tanto Fegley –visto recientemente en la notable “Peter y el dragón” (David Lowery, 2016)- como la debutante Simmonds sobresalen en sus papeles, expresando sorpresa inocente cuando es necesario y también una confianza ingenua en otras ocasiones.
Buen equilibrio entre lo tierno y lo dramático
Como ya demostró sobretodo en la que es probablemente su mejor película, “Carol”, Haynes es un narrador visual magistral, tiene un gran dominio en la creación de la atmósfera y la emoción. En el caso de “El museo de las maravillas” no se queda atrás. Partiendo siempre de una planificación más bien clásica y contenida, un poco académica, para que negarlo, se aprovecha de la disparidad cultural de dos épocas tan distintas como la década de los 20 y la de los 70 para utilizar recursos cinematográficos propios de cada era. Hay un contraste entre el cine en blanco y negro y el de color, la falta de diálogos de una época con la subsiguiente aparición del sonoro, las interpretaciones más expresivas del cine mudo con las más emotivas del cine actual, o incluso el juego musical de un estupendo Carter Burwell para describir ambas épocas.
Sin embargo, por encima de la bonita historia entrecruzada de dos vidas parecidas pero separadas en el tiempo, con múltiples juegos de montaje llenos de repeticiones, «Wonderstruck: El museo de las maravillas» tiene más de ejercicio de estilo juguetón con un Haynes encantado de poder tocar tantos recursos distintos en una sola película, que de una forma que realmente esté al servicio del contenido. No es un problema propiamente dicho, pero si deja la sensación de haber podido explotar más algunos recursos necesarios para la narración, dejando todo lo demás en un segundo plano. Donde acierta de sobremanera es en el tono: a manos de otro esto podría haber caído en un producto de sensiblería de lagrima fácil. Por suerte, Haynes encuentra el punto adecuado entre lo tierno, lo emotivo y lo dramático sin caer en maniqueísmos.